Capítulo 1 de El reencuentro, de Annabeth Berkley

Hoy os invitamos a leer el primer capítulo de la novela ganadora del Premio Kamadeva de este año, El reencuentro, de nuestra bestseller Annabeth Berkley.

Disfruta mucho de la lectura.


«¿Es posible que el día vaya peor?», se preguntó Gianna Sullivan Vitale saliendo del hospital con un molesto dolor de cuello.

Siguiendo el orden, a primera hora de la mañana la habían despedido sin contemplaciones después de diez años trabajando en una prestigiosa empresa de bienes raíces. La razón que le dieron fue la falta de trabajo, aunque ella intuía que se debió a la nueva esposa del jefe y sus celos infundados. Había sido mucha casualidad que solo hubieran despedido a las tres mujeres que había en el departamento para sustituirlas, antes de que salieran por la puerta, por tres becarios masculinos.

Al salir de la empresa, el tacón de uno de sus preciosos y costosos zapatos se había enganchado en la acera y se le había roto. Había caído de rodillas delante de algunos de sus ya excompañeros. Se las sacudió como si nada hubiera pasado y fue cojeando hasta su coche, tratando de mantener la dignidad cuando solo tenía ganas de llorar.

De camino a casa, y tras comprarse unos nuevos zapatos, había tenido un aparatoso accidente de coche que la había llevado a ella al hospital a pasar la tarde y al coche al desguace, directamente.

Ante un semáforo en rojo, el coche que iba detrás había colisionado con ella y la había empotrado contra el que tenía delante. Afortunadamente estaba en punto muerto y el impacto no había sido muy fuerte, aunque sí lo suficiente como para que su coche pareciera un acordeón y se lo llevara la grúa sin posibilidad de arreglo alguno.

A esas horas, solo quería meterse en la cama. Estaba cansada, triste y abatida.

Había llamado a su recién proclamado exnovio para que fuera a recogerla, pero no le había cogido el teléfono, así que tuvo que utilizar el transporte público en hora punta para llegar a su casa.

Hacía solo una semana que habían roto la relación de tres años que mantenían, pero seguían llamándose todos los días. La falta de tiempo había sido la principal causa de la ruptura, por lo que no era incómodo, de momento, seguir manteniendo el contacto.

Le había pillado por sorpresa la llamada inesperada de Billy a mitad de una mañana de domingo. El «tenemos que hablar» con el que empezó la conversación había acabado en una inevitable ruptura. Le había sorprendido más que dolido. Apenas se veían. Ambos trabajaban muchas horas y vivían en puntos opuestos de la ciudad pero, si en esos tres años no habían encontrado motivos para eliminar las distancias, evitar la ruptura por ese mismo tema habría sido absurdo.

De cualquier manera, se había acomodado y acostumbrado a una relación sin apenas contacto. Siendo sincera con ella misma, sabía que la relación tenía los días contados y que se rompería en cuanto uno de los dos quisiera sentir algo más… pero le había contrariado igualmente.

¿Qué esperaba Billy? ¿Más ilusión? ¿Más pasión? ¿Más vida? ¿Podría darse eso en una relación? «Quizá», suspiró.

Estaba deseando darse una ducha, meterse en la cama y no despertar hasta el día siguiente.

Casi de noche, Gianna entró molesta, dolorida y frustrada en su bonito y funcional apartamento. Dejó las llaves y el bolso en el aparador de la entrada y fue decidida a su dormitorio. Se quitó los zapatos nuevos, se desnudó y se metió bajo la ducha.

Necesitaba que el agua la despejara y le ayudara a pensar con claridad.

Se enjabonó con fuerza el cuerpo, se limpió bien la cara y se lavó el pelo. No quería ninguna mala sensación pegada a ella. Parecía que un velo oscuro la envolviera.

Sin coche y sin trabajo. Suspiró. El coche probablemente se lo repondría el seguro en un tiempo pero, ¿el trabajo? Por lo menos el dinero que le habían dado por el despido sumado al de sus ahorros le daba la oportunidad de estar un tiempo sin la necesidad de aceptar la primera vacante que encontrara. ¿Qué tal buscar un trabajo que realmente le gustara? ¿Por qué no? Llevaba unos días dándole vueltas a la posibilidad de cambiar de trabajo y ahora tenía la oportunidad y la obligación de hacerlo. Sabía que podía llegar muy lejos. Era ambiciosa y muy responsable. Se organizaba muy bien y no le importaba trabajar duro.

Le pareció sentir cómo la rabia en forma de humo le salía por la cabeza, así que siguió bajo la ducha todavía un rato más.

Salió cuando escuchó el timbre del teléfono. Se refugió en su albornoz y se envolvió, con prisa, el cabello en una toalla.

Reconoció el número. No se lo sabía de memoria pero, cuando era tan largo, solo podía ser su abuela materna desde Italia. No tenía apenas trato con ella, pero la mujer a la que apenas recordaba, la llamaba de vez en cuando.

—Hola Gianna, ¿cómo estás? —le preguntó con su melosa voz y su característico acento italiano.

—Hola, abuela —le saludó extrañada por la pregunta tan directa—. Estoy bien, ¿y tú? —No pensaba entrar en detalles.

—¿Me podrías hacer un favor importante?

Gianna se extrañó por la pregunta. Nunca le había pedido un favor. Realmente nunca le había pedido nada, ni siquiera que fuera ella la que llamara alguna vez…

—Sí… Supongo…

—Un amigo de la familia falleció. Nos acabamos de enterar… El funeral es mañana en Salem, al norte de Boston, a tus siete de la tarde.

Gianna parpadeó extrañada.

—¿Quieres que vaya al funeral de un desconocido?

—No, Gianna, no es un desconocido. Es un amigo muy querido de la familia. Te pido el favor.

—De acuerdo… —aceptó, confundida.

¿Qué iba a hacer ella allí? El funeral de un desconocido, yendo en nombre de una familia a la que apenas conocía… Pensó que era el perfecto final para un día horrible. No le apetecía ir, pero sentía que no podía negarse y realmente tampoco tenía nada mejor que hacer al día siguiente.

No tenía mucha confianza ni mucho trato con la familia de su madre, y no le importaba seguir así. Nunca se había planteado establecer contacto estrecho con una familia que apenas se había interesado por ella. Su madre había muerto cuando ella era una niña y su padre apenas hablaba de ellos.

Después de hablar de cosas superfluas, colgó la llamada con el ceño fruncido. Acababa de recordar que no tenía coche. Su abuela le había dicho que debía ir al norte de Boston…, a Salem. ¿Salem? Eso le recordaba a algo sobre brujas pero, ¿a quién le importaba? Resopló. Tendría que ir en tren. Encendió su ordenador para comprar el billete. Solo tenía ganas de meterse en la cama.

Miró el itinerario. Había media hora de distancia. Por lo menos estaba cerca. Y el funeral era a las siete… Estuvo planteándose los horarios. No le gustaba ir con prisas a los sitios, aunque no tuviera nada que hacer. Se llevaría un libro para el camino. Si cogía el tren de las cinco y media, tendría una hora para encontrar la iglesia donde se celebraba y que había apuntado siguiendo las instrucciones de su abuela. A la vuelta podía coger el de las nueve. Le dio al botón de comprar y miró el teléfono que había empezado a sonar.

—¡Billy! —Cogió el teléfono aliviada—. Te llamé antes.

—Estaba en una reunión —le explicó tranquilo y cordial, como siempre—. ¿Querías algo?

Gianna se alejó de la mesa donde estaba el ordenador y se sentó en el sofá subiendo las piernas, encogida.

—Tuve un golpe con el coche. Se lo llevó la grúa.

—¿Estás bien? ¿Necesitas que vaya a tu casa?

—No, no hace falta —le respondió sintiéndose triste.

Claro que no necesitaba que fuera a su casa, pero no le hubiera importado un abrazo, una palabra amable…

—Si quieres voy, pero tardaré en llegar. Hoy es viernes. Hay mucho tráfico.

—De verdad, no hace falta —insistió baja de ánimo—. El coche se lo llevó la grúa —le repitió.

—Ya me lo has dicho, pero lo que importa es que a ti no te ha pasado nada..

Gianna asintió con la cabeza. Realmente tenía razón.

—También me han despedido —le contó abatida.

Empezaba a sentirse peor por momentos. Más desanimada y triste.

—Seguro que encuentras trabajo enseguida.

—Seguro que sí —le respondió ella sin tenerlo tan claro como parecía que lo tenía él.

No quería que la animaran. Quería que la compadecieran, que le pasaran el brazo por los hombros, que le permitieran desahogarse y sentirse mal.

—¿Quedamos mañana por la tarde? —le preguntó Billy sin dar mayor importancia a lo que le había pasado.

—Tengo que ir a Salem.

—¿Qué se te ha perdido en Salem? Nunca te han gustado las brujas.

—Voy a un funeral. Un amigo de mi abuela.

—¿La italiana? ¿Y por qué vas?

—Porque me lo ha pedido.

—Pero si apenas hablas con ella.

—Pero es mi abuela. —Se sorprendió con la fuerza con que la defendió—. Es mi familia.

—Una familia a la que no conoces y que te llama ¿cuánto? ¿Una vez al mes? ¿Cada dos meses?

—¿Y a ti qué más te da cuándo me llaman? —le preguntó molesta y extrañada por querer aferrarse a ella.

Quizá en esos momentos necesitaba sentir que tenía familia, aunque no la conociera, aunque estuviera lejos.

—No te enfades, Gianna —le respondió serio—. Es solo que no tienes coche y dices que quieres irte mañana a Salem. ¿Irás en tren?

—Sí —le respondió. Qué remedio le quedaba si él no se había ofrecido a llevarla—. Acabo de comprar los billetes. Saldré a las cinco.

—Entonces nos veremos el domingo, si quieres. Ya te llamaré.

Gianna asintió despidiéndose malhumorada. No esperaba que Billy se hubiera ofrecido a acompañarla, pero era lo que le habría gustado. Podría haber ido a casa. Podría haberla abrazado, consolado por el accidente y la pérdida del trabajo. Podría haberse ofrecido a acompañarla al funeral, a Salem. Podrían haber ido juntos a pasar el día. Seguro que había cosas por ver. A ella nunca le habían llamado la atención las leyendas de brujas. Sabía que Billy recelaba mucho de todas esas cosas, pero se trataba de acompañarla. Un novio debería hacer todo eso, ¿no? Claro, por eso era su exnovio, se recordó. Si siendo novios no la acompañaba casi nunca, ¿qué esperaba si ya habían dejado la relación?

Se levantó enfadada. Cerró el ordenador después de verificar la compra. Apagó la luz y se fue al cuarto de baño. No tenía ganas de comer nada. Billy podría haberla invitado a cenar, aunque fuera viernes. Resopló. ¿Por qué había consentido que cenaran juntos solo los sábados? La monotonía y el aburrimiento habían acabado con su relación, sin duda.

Se secó el cabello con el secador mientras pensaba en Billy. Se habían conocido en la universidad, pero no habían formalizado la relación hasta hacía tres años. Había sido un noviazgo cómodo y agradable. Ella siempre se había dejado llevar. Su padre había empezado a viajar por temas laborales y la soledad le pesaba como una losa, así que cuando un chico tan educado y formal como Billy decidió pasar de la amistad a la relación de pareja, le pareció bien. Supuso que la misma falta de pasión con la que aceptó el comienzo de la relación fue lo que acabó con ella. Suspiró mientras se miraba en el espejo. Su largo cabello castaño le quedaba perfectamente peinado. Eso le gustaba más que las ondas rebeldes con las que se levantaba cada mañana.

Estaba metida en la cama cuando recordó el vaso de agua que bebía antes de acostarse cada noche por algo que había leído sobre sus beneficios. Resopló fastidiada. Dio la luz de la mesilla y salió, disciplinada como era, para cumplir con una de sus costumbres autoimpuestas.

Al volver al dormitorio se asustó. Se quedó parada. Su pulso se había acelerado y estaba segura de que habría perdido el color de la cara. En un rincón de la habitación había una sombra enorme con la silueta de un ángel. No se atrevía a moverse, casi ni a parpadear. Buscó con la mirada de dónde provenía esa sombra. Se tranquilizó cuando se dio cuenta que era el efecto de la lámpara con el ángulo de la pared. Aun así, no se movió. Llevaba mucho tiempo con esas lámparas en ese piso y nunca había visto una sombra igual.

De puntillas, se metió por el lado opuesto de la cama y alargó la mano para apagar la luz. Se dio media vuelta y miró la hora en el reloj de su mesilla. Las once y once de la noche. Su padre estaba de viaje por alguna zona de Asia, no recordaba por dónde le había dicho. Llamarle era arriesgarse a despertarlo por la diferencia horaria. ¿Y para qué le iba a llamar? Nunca había sido bueno consolándola pese a que lo intentaba. ¿Cuánto hacía que no lo veía?

Se tapó hasta las orejas frustrada, triste, enojada. «Debería adoptar un gato», pensó. ¿Por qué un gato? Le extrañó el pensamiento. No le habían llamado nunca la atención los animales y mucho menos los gatos. Los consideraba independientes y desconfiados. Ella ya se consideraba así, ¿para qué quería un gato que se lo recordara? Se dio media vuelta y cerró los ojos intentando dormir. Lo consiguió después de varias vueltas en la cama y unos cuantos gruñidos.

Durmió fatal.


Y hasta aquí el principio del libro. ¿Quieres saber más? Visita esta página:

El reencuentro

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