Capítulo de Tienes nombre de arrecife, de Sheila Pérez

El día 1 de junio es el día de los arrecifes y qué mejor manera de celebrarlo que mostraros un pequeño adelanto de la novela que publicaremos en noviembre o diciembre y que nos fascina tanto que estamos deseando mostrárosla. Pero no nos hagáis caso, solo leed este fragmento.

TIENES NOMBRE DE ARRECIFE

SHEILA PÉREZ

 

Hacía unos días que había llegado a este barrio y ya se había encargado el condenado de engancharme. Mira que me había jurado a mí misma no dejarme enganchar ni por un barrio siquiera. Después de una relación vacía con un hombre hueco, me había prometido muchas cosas. A ver si las cumplía…

Desde la tarde de mi llegada no dejaba de asomarme a la ventana y, nada, no estaba. El chico de la terraza de abajo hizo que me bailara algo por dentro que creía muerto. ¡Peligro!  Me hizo gracia su aire de bohemio convencido, los pelos largos y rizados, el morbo imponente en su cara, y esa boca con el punto perfecto entre lo que te apetece escuchar y lo que te apetece besar. ¡Pro-hi-bi-do!

Me encantaba el piso que había alquilado. La casa donde vivía con Toni, mi ex, nunca fue un hogar. No olía a nada. Había un espacio con tabiques, varios muebles y un ambientador de limones salvajes, pero no olía a «estar en casa». Y es que no hay perfume que cambie el aroma de la nada. La nada no se llena cuando no hay con qué llenarla. La puedes adornar con lo que te dé la gana, pero sigue siendo nada.

Lo que más me gustaba era el balcón. Por fin tenía un lugar desde donde gritar mis sueños a las estrellas o tomar el sol con un café.  No era muy grande, pero me había dado para ponerle una pequeña hamaca y una mesita redonda. Lo había adornado con una guirnalda de luces turquesas, macetas llenas de flores y alguna que otra vela chula. Las velas me encienden las ganas de mirarme por dentro, de ser creativa, de darme una tregua cuando tengo uno de esos días en los que me levanto en pie de guerra conmigo y no hay manera de sacar bandera blanca. Qué batallas tan crueles se forman en nuestra cabeza cuando escuchamos con demasiada atención la voz del bando enemigo.

Uy, el timbre. Este sí que tenía que cambiarle que parecía un grillo cabreado. Abrí la puerta con el chándal viejo lleno de manchas supervivientes a lavadoras de sesenta grados, moño desestructurado, gafas de marisabidilla y la ingenuidad de ignorar que, desde aquel momento, mi vida se abriría en dos; la de antes y la de a partir de él.

Antes de soltar la pregunta más estúpida y más siesa de entre todas las preguntas, elevé mi mirada hacia la suya y en ella pude ver al destino descojonándose de mis planes, de tantos propósitos que me asaltaron tras la ruptura, y de todas esas barreras que había levantado a mi alrededor para que nadie pudiera quitármelos.

—¿Qué haces tú aquí?

—Tú me has llamado —contestó confuso— Soy el cristalero. Quedamos a las cinco. ¿Te acuerdas?

Es increíble lo que nos imaginamos de las personas que no conocemos. Cristalero… No es que hubiera ningún problema, por Dios, pero me pegaba yo qué sé… vendedor de Harleys, músico callejero, dibujante de comics… No, tenía que ser el que se iba a llevar los espejos del armario y ver mi versión vagabunda de estar por casa.

—Claro, perdona, es que …

—Tranquila —interrumpió con una sonrisa que me regaló la sospecha de algo que aún no lograba identificar— Gracias por reciclar los espejos. No sabes lo bien que me vienen.

—¡No hay de que! —más originalidad—. La verdad es que no me he planteado nunca qué se hace con los espejos donde ya nadie quiere mirarse —reflexioné en voz alta quizá con demasiada sinceridad.

—Limpiarlos, devolverles el brillo y su derecho a reflejar la verdad. Quizá darles una nueva forma o un lugar desde el que puedan mostrar algo hermoso. —Qué guapo, qué sexy, pero sobre todo qué increíble capacidad de fabricar un ejército de pulgas saltarinas en mi estómago solo defendiendo con palabras la vida de unos viejos cristales.

—Bonita reflexión

—Gracias —susurró con timidez— ¡Listo! Ya tienes tus armarios limpios. —Cargó con todo para marcharse y se dio la vuelta—. Oye ¿por qué has querido quitarlos?

—Porque no podía dormir. Su energía chocaba con la mía y eso me altera.

—¿Feng shui?

—Exacto —afirmé sorprendida—. Me gusta leer de estas cosas y mira… algunas parecen ser ciertas.

Nos quedamos mirando unos instantes callados, intensos, llenos de chispas. A la magia le gusta el silencio para hacer bien su trabajo. Le abrí la puerta, esa que el destino había tumbado para hacerse un hueco aquella tarde, y volvió a girarse para conocer mi nombre.

—Coral

—¡Qué bonito! Tienes nombre de arrecife —dijo torciendo la cabeza divertido—. Yo me llamo Francisco. —Extendió su mano para coger la mía y besarla mientras las pulgas rompieron filas y se desmayaron.

—Y tú de santo

—O de cocktail —dijo guiñándome un ojo—. Hasta pronto, Coral.

Le escuché alejarse por la escalera y con él, el sonido de las llaves que tal vez abrirían la celda en la que había convertido a mi corazón.

Dejó su olor a tabaco, a perfume y a chicle de menta. Dejó deseo, dejó esperanza… Y temblaron las barreras porque también dejó olor a «estar en casa».


 

No os podéis imaginar lo bonita que sigue…

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